La muerte es un tópico inherente a la existencia humana. Uno de los pocos que acompaña a nuestra especie desde que empezamos a tomar conciencia de nosotros mismos.
Las primeras evidencias que tenemos de la preocupación del ser humano por la otra vida se remontan al paleolítico: las necrópolis, monumentos funerarios, cráneos trepanados...
Los ritos funerarios eran practicados incluso por otros homínidos, como nuestros parientes de los neanderthales.
Ninguna civilización permaneció al margen de la búsqueda de la vida eterna. De esta infructuosa búsqueda nacieron las deidades clásicas, la fuente de la eterna juventud, el santo grial, la reencarnación y la resurrección, los baños de Cleopatra y el retrato de Dorian Gray.
A partir del siglo XIX, esta inquietud se encara de manera más científica: se comienza estudiar por qué envejecen y mueren las células, y si es posible burlar o al menos prorrogar este proceso aparentemente inexorable.
Las investigaciones más interesantes en este sentido se realizaron en los años 60. El dr. Hayflick descubrió que las células se dividen un número limitado de veces y, a continuación, morían. El límite se situaba alrededor de las 50 divisiones, si se tomaban muestras de células de neonatos. Sin embargo, si la muestra prodecedía de un anciano, el límite era mucho más bajo.
El fundamento bioquímico del envejecimiento radica en el acortamiento de los telómeros, los extremos de la molécula del ADN, que se va acortando progresivamente con cada división celular. Existen dos teorías que intentan explicar el motivo del envejecimiento:
Las primeras evidencias que tenemos de la preocupación del ser humano por la otra vida se remontan al paleolítico: las necrópolis, monumentos funerarios, cráneos trepanados...
Los ritos funerarios eran practicados incluso por otros homínidos, como nuestros parientes de los neanderthales.
Ninguna civilización permaneció al margen de la búsqueda de la vida eterna. De esta infructuosa búsqueda nacieron las deidades clásicas, la fuente de la eterna juventud, el santo grial, la reencarnación y la resurrección, los baños de Cleopatra y el retrato de Dorian Gray.
A partir del siglo XIX, esta inquietud se encara de manera más científica: se comienza estudiar por qué envejecen y mueren las células, y si es posible burlar o al menos prorrogar este proceso aparentemente inexorable.
Las investigaciones más interesantes en este sentido se realizaron en los años 60. El dr. Hayflick descubrió que las células se dividen un número limitado de veces y, a continuación, morían. El límite se situaba alrededor de las 50 divisiones, si se tomaban muestras de células de neonatos. Sin embargo, si la muestra prodecedía de un anciano, el límite era mucho más bajo.
El fundamento bioquímico del envejecimiento radica en el acortamiento de los telómeros, los extremos de la molécula del ADN, que se va acortando progresivamente con cada división celular. Existen dos teorías que intentan explicar el motivo del envejecimiento:
- La primera considera que se debe a la acumulación de errores y daños estructurales en la molécula de ADN. Una explicación análoga sería el deterioro de un disco duro con el paso de los años. Los radicales libres pueden llegar a saturar los mecanismos de reparación que poseemos, sobre todo si nuestro organismo está sometido a un excesivo estrés.
- La otra teoría postula que envejecemos porque existe un programa en nuestro ADN que se encarga de ello. El envejecimiento sería algo fisiológico, un mecanismo de la evolución para sustituir las viejas generaciones por otras más jóvenes y mejor adaptadas.
En los seres humanos, el tope de este reloj biológico estaría próximo a los 120 años. Por muy sana que sea nuestra vida, es muy difícil superar esta barrera.
Por lo tanto, si descubrimos los genes que codifican este programa, seríamos capaces de inactivarlos y detener el avance del envejecimiento.
No obstante, hay evidencias que contradicen ambas explicaciones. Se han documentado casos de personas extremadamente longevas, de más de 130 años. Incluso existe un supuesto caso de una mujer rusa que vivió la friolera de 160 años. Nació alrededor del año 1800, cuando el general Bonaparte campeaba por Europa, y falleció en la década de los 60 del siguiente siglo, en el apogeo del movimiento hippie. Esta información procede de los recientemente desclasificados archivos secretos de la extinta URSS. Las autoridades soviéticas investigaban cómo potenciar al máximo el rendimiento físico de los deportistas (y soldados) estudiando a los endurecidos ancianos de Siberia.
Además, existen células aparentemente inmortales que se dividen infinitamente, saltándose el límite de Hayflick. Sólo mueren si se interrumpe el aporte de nutrientes y oxígeno. Un ejemplo serían las células madre, las células tumorales y las células del miocardio (que trabajan sin descanso desde el día 22 de la gestación hasta el día de nuestra muerte, sin presentar ninguna señal de deterioro).
Hace un siglo, buscábamos la inmortalidad en la literatura y en escritos sagrados. Hoy, la clave parece la ingeniería genética, el cáncer y el miocardio. Nos hemos quedado cortos de tiempo para reflexionar sobre si debemos hacer todo lo que se puede hacer. Somos como aquél niño que encuentra el arma de su padre. Como hackers del código genético.
¿Qué sentido tendría una vida sin fin? ¿No sería, más bien, un suplicio? ¿Acaso no es valiosa precisamente por ser perecedera, como las vacaciones de verano (que un servidor acaba de empezar)?
En cambio, sí que me parece atractiva aquella idea de descontar años: empezar por los peores y acabar en los mejores. ¡Físicamente hablando, claro!
P:D: Espero que los exámenes no me hayan arruinado la poca gracia para escribir que tenía antes, y que estéis pasando una estupendas vacaciones.
Además, existen células aparentemente inmortales que se dividen infinitamente, saltándose el límite de Hayflick. Sólo mueren si se interrumpe el aporte de nutrientes y oxígeno. Un ejemplo serían las células madre, las células tumorales y las células del miocardio (que trabajan sin descanso desde el día 22 de la gestación hasta el día de nuestra muerte, sin presentar ninguna señal de deterioro).
Hace un siglo, buscábamos la inmortalidad en la literatura y en escritos sagrados. Hoy, la clave parece la ingeniería genética, el cáncer y el miocardio. Nos hemos quedado cortos de tiempo para reflexionar sobre si debemos hacer todo lo que se puede hacer. Somos como aquél niño que encuentra el arma de su padre. Como hackers del código genético.
¿Qué sentido tendría una vida sin fin? ¿No sería, más bien, un suplicio? ¿Acaso no es valiosa precisamente por ser perecedera, como las vacaciones de verano (que un servidor acaba de empezar)?
En cambio, sí que me parece atractiva aquella idea de descontar años: empezar por los peores y acabar en los mejores. ¡Físicamente hablando, claro!
P:D: Espero que los exámenes no me hayan arruinado la poca gracia para escribir que tenía antes, y que estéis pasando una estupendas vacaciones.