En mayo de 1808, el incompetente monarca Fernando VII abandona el país rumbo a Bayona, atraído mediante engaños por Napoleón, y estalla en Madrid un levantamiento popular frente al ejército ocupante. Todos los madrileños se involucran en una lucha desigual contra mercenarios egipcios - los mamelucos retratados por Goya- y el ejército imperial francés.
La gravedad de los sucesos se hace eco incluso en la cárcel Real de Madrid, donde el clima se encuentra extremadamente caldeado. Los reclusos piden ser liberados para colaborar con sus paisanos en la expulsión del invasor. Los carceleros están desbordados por los acontecimientos y temen una rebelión. Y no es para menos, ya que en dicha cárcel se encuentra la flor y nata de los barrios bajos de la capital de las Españas: asesinos en serie, perturbados, violadores y todo tipo de depravados. Finalmente, deciden soltar a todo aquel que desee luchar, pero que jure solemnemente regresar al alba del día siguiente.
Y así fue como más de cincuenta fieras fueron abocadas a las calles de Madrid. Llenos de júbilo y furor, se armaron hasta los dientes con cuchillos, palos y alguna pistola, y se lanzaron como perros rabiosos a hacer lo que mejor sabían: rajar gargantas y barrigas a navajazo limpio.
Al anochecer, con las calles llenas de muertos, los cañones dejaron de tronar y todo el mundo volvió a sus casas. Uno a uno, los presos fueron presentándose en la cárcel para la inspección. Al alba, llegó el último, seguramente después de hacer una visita a algún burdel y a todas las tabernas que le venían de paso.
Y resultó que al final de la jornada, todos aquellos canallas se encontraban de regreso en la cárcel o bajo tierra. Tan sólo uno de ellos había aprovechado la ocasión para darse a la fuga, rompiendo su “palabra de honor de presidiario”
La gravedad de los sucesos se hace eco incluso en la cárcel Real de Madrid, donde el clima se encuentra extremadamente caldeado. Los reclusos piden ser liberados para colaborar con sus paisanos en la expulsión del invasor. Los carceleros están desbordados por los acontecimientos y temen una rebelión. Y no es para menos, ya que en dicha cárcel se encuentra la flor y nata de los barrios bajos de la capital de las Españas: asesinos en serie, perturbados, violadores y todo tipo de depravados. Finalmente, deciden soltar a todo aquel que desee luchar, pero que jure solemnemente regresar al alba del día siguiente.
Y así fue como más de cincuenta fieras fueron abocadas a las calles de Madrid. Llenos de júbilo y furor, se armaron hasta los dientes con cuchillos, palos y alguna pistola, y se lanzaron como perros rabiosos a hacer lo que mejor sabían: rajar gargantas y barrigas a navajazo limpio.
Al anochecer, con las calles llenas de muertos, los cañones dejaron de tronar y todo el mundo volvió a sus casas. Uno a uno, los presos fueron presentándose en la cárcel para la inspección. Al alba, llegó el último, seguramente después de hacer una visita a algún burdel y a todas las tabernas que le venían de paso.
Y resultó que al final de la jornada, todos aquellos canallas se encontraban de regreso en la cárcel o bajo tierra. Tan sólo uno de ellos había aprovechado la ocasión para darse a la fuga, rompiendo su “palabra de honor de presidiario”